aperitivo castizo madrid

La revolución del aperitivo castizo en Madrid

Hay ciudades que se dejan morder por el tiempo y, sin que uno lo note del todo, vuelven a morder a su gente. Madrid, con su ruido de tranvías que ya no circulan y sus olas de vecindarios que se reinventan cada cinco años, ha vivido en las últimas temporadas una de esas pequeñas revueltas que no salen en los titulares pero sí en las barras: el aperitivo castizo ha vuelto a materializarse, con vermús por grifo, gildas bien clavadas en palillos y una prisa distinta —la que te obliga a quedarte de pie y hablar más alto porque la conversación se cuece al lado del mostrador.

No fue un renacimiento fulminante ni una moda de instagram: fue más bien una suma de nostalgias prácticas —gente que reclamaba una caña bien tirada, un encurtido honesto, una tapa que no pretendiera enseñar demasiadas técnicas— y de oferta que supo escuchar. Los locales que entendieron eso, los que no hicieron del “castizo” un disfraz sino una apuesta de sabor, han ido recuperando su sitio en el mapa del ocio madrileño: desde tabernas con azulejos centenarios hasta nuevas barras que hablan con voz vieja. La prensa local y las guías especializadas vienen contándolo con ejemplos concretos: hay rutas de vermut que han vuelto a llenar las horas de la mañana y primeras tardes, y listados de bares que han rehecho la manera de tomar el aperitivo en la ciudad.

vermut hermanos vinagre

Quizá la imagen más gráfica de ese movimiento es lo que sucede cuando entras en un bar que sabe ser castizo sin apologías. En Hermanos Vinagre —la taberna que muchos han señalado como el “templo” moderno de la tapa clásica— lo primero que te atrapa es una barra que parece salida de otra época pero sin pesadillas retro: repisas llenas de conservas, una carta que no pretende ser lista de restaurante y ese cartel luminoso que remata la escena. Hermanos Vinagre, en la calle de Gravina 17, Centro (28004) es precisamente una de las direcciones que ha ayudado a fijar el tono. Allí, el aperitivo no se compone de adjetivos sino de combinaciones simples: una cerveza bien fresca, un vermut que respira a naranja y ajenjo, y raciones con salazones y escabeches que parecen evitar las estridencias modernas para ganar en conversación y memoria gustativa. Los artículos que han contado su aparición subrayan esa intención: actualizar la barra tradicional desde el respeto a lo que funciona y con un punto de cuidado gastronómico que no lo convierte en museo sino en barra viva.

Tapas en Malasaña

Cruza la ciudad hacia Malasaña y el reloj se descuelga unos cuantos años más: La Ardosa no necesita presentación para quienes coleccionan piezas del Madrid que no se dejó desinfectar del todo por las modas. Fundada en 1892, la Bodega de la Ardosa es una de esas casas que te hablan con la voz de los azulejos, con jamones colgando y una tortilla que se ha ganado reputación por generaciones. Cuando entras, hay un ruido que es histórico: las conversaciones se apoyan en la barra, las cervezas se enfilan en un grifo que parece resistente a la improvisación, y la clientela —de turistas despistados y de parroquianos con llaves de barrio— comparte un código que no necesita letreros. Hablar de La Ardosa es hablar de continuidad; de cómo ciertas recetas y modos de servicio han sobrevivido a hipsters y reordenaciones urbanas porque funcionan como ritual.

Camino al barrio de las letras

Coloquialmente conocido como barrio de las letras, pero administrativamente llamado barrio de las Cortes. Allí podemos encontrarnos también lugares mágicos que han recuperado la tradición haciéndonos sentir en casa, como por ejemplo Casa Alberto: otra de esas tabernas que no se explican con un tuit: una sala con tablas, una carta que respira platos tradicionales y ese halo literario/taurino que todavía hoy sucede en el barrio de las Letras. Si buscas la idea de “taberna centenaria” aplicada a la hora del vermut y el aperitivo, Casa Alberto es un ejemplo de cómo la gastronomía madrileña también puede ser respetuosa con el pasado sin convertirlo en atrezzo: huevos reposados, bacalao en sus formas clásicas, y esa sensación de que el tiempo fluye a otro ritmo entre sus mesas. No es una atracción para nostálgicos, sino un taller vivo donde se practica la cocina de siempre con pulso firme.

Un ritual que vuelve con fuerza

Lo curioso —y lo emocionante— de la revolución del aperitivo castizo es que no se limita a conservar los lugares consagrados: hay pequeñas novedades, locales nuevos y propuestas que rescatan recetas olvidadas o prácticas muertas (el vermut de grifo, los escabeches de respeto, las conservas seleccionadas) y las ponen en diálogo con el público contemporáneo. Algunos bares han sabido mezclar esa estética de taberna con una ejecución cuidada: no se trata de gastar nostalgias, sino de ofrecer intensidad en bocados cortos. Críticos de gastronomía y listados urbanos han ido señalando esta tendencia como más que una moda pasajera: es una reivindicación cultural que tiene cuerdas profundas —el vermut como ritual social y gastronómico, más allá de la bebida— y que conecta a productores, hosteleros y clientes.

Qué hace especial al aperitivo castizo

  • El vermut: servido con sifón, rodaja de naranja y aceituna.
  • Las gildas: esa combinación perfecta de aceituna, guindilla y anchoa.
  • Los encurtidos y conservas: boquerones, mejillones, berberechos…
  • La barra: lugar de conversación, risas y encuentros improvisados.

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